Amor y coincidencias
El sol parecía una bola rojoamarilla que ascendía centímetro a centímetro por el cielo sin nubes al otro lado de mi ventanal. Y como cada centímetro son cientos de años luces, cuando el astro rey llegue a su cenit, ya los biznietos de mis nietos no serán más que recuerdos en sus propias historias, pensé. El paisaje que siempre se divisaba en la acera de enfrente a mi ventana me tenia aburrido, y decidí ir a contemplarlo desde el tragaluz de la buhardilla para cambiar de tema. Pero era muy incomodo mirar desde allí, constaté. Y como a fin de cuentas lo que sucedía al otro lado del edificio tampoco era muy interesante, opté por volver a mi antiguo mirador. Porque además el solitario desván olía a humedad seca, y estaba todo lleno de mierda de palomas residentes y de ratones intrusos. Y me cercioré sin asombro, que el panorama desde mi observador habitual seguía siendo el mismo: de postal descolorida de tanto ser manoseada por los ojos incrustados en mi cara.
Y cada vez más me gustaban los cuadros al oleo que pintaba Dirce y a ella también. Bueno; por lo menos tenemos algo en común, pensé. Aparte de follarnos recíprocamente y sin interrupciones, por supuesto. Pues cada vez que yo le manoseaba los senos, ella acariciaba a su Chihuahua. Y fue una de esas noches, cuando ya cansado de sentir la exaltación del maldito perro al lado de mi aliento cada vez que era mi turno de estar arriba, que me fui a la cocina sin planes precisos. Y se me ocurrió que a lo mejor podía comenzar a comer con las pinzas que Dirce usaba para arrancarse cejas y otros pelos impertinentes, que según ella deformaban su bello rostro (¡a mi me gustan las caricias de tus vellos!). Y esa herramienta siempre estaba por donde uno menos se lo esperaba: al lado de la vacía taza de su desayuno consumido, sobre el control remoto del televisor o dentro del vasito que contenía nuestros cepillos de dientes y la pasta dentifrica que nos daba la ilusión de haber blanqueado nuestros incisivos cada mañana. Pero ahora estaban allí, sobre la bandeja del pan en la cocina, y decidí probar. Las tomé cuidosamente y elegí de la olla en que Dirce había cocinado la cena, un pedazo de carne camuflado entre arvejas, zanahorias y pimientos al jugo, que era la creación gastronómica de su preferencia, y descubrí que una hebra de sus pestañas con aspecto de mitad de paréntesis, iba adherida a ese pequeño trozo de filete. Y se me quitaron de inmediato las ganas de seguir usando esas pinzas como instrumento culinario y también las de comer. En general.
¿Es que nada te sale bien? me dijo Dirce simulando enojo, (cuando le conté lo de mis paseos nocturnos por el departamento que arrendábamos) para de esa manera desviar lo de sus pinzas y sus cejas rapadas, y concluí que era hora de cambiar de táctica para sobrevivir con algo de decencia. Y en una de esas me pongo a aullar como lobo en una estepa de Laponia, razoné. Para esperar un escopetazo por las costillas de algún cazador que acabe de una vez con mis frustraciones permanentes. Porque aprobaron una ley que permite cazar veinte lobos por temporada, le dije a Pelle. ¿Y si ya han cazado a los veinte? Pues me disfrazo de diecinueve para que no se produzcan confusiones al respecto, y ya está.
¿Y la noche siguiente? ¡Otra vez de sonámbulo! Y como no podía dormir empecé a esbozar un cuento para niños. Pero como ahora para escribir necesito del computador, me dirigí al lugar en donde estaba para prenderlo, y con algo de disgusto me di cuenta que no estaba conectado. Y la genial narración infantil que había elaborado, desapareció para siempre. Mas no del todo. Porque cuando puse manos a la obra, me di cuenta que estaba plagiando aquel cuento de enanos y Blanca Nieves. Y que las descripciones de esos personajes contenían mucho más erotismo de lo que recomendaba el ministerio de Asuntos Sociales en cuestiones infantiles, en donde la juvenil Blanca pasaba de cama en cama follando con todos y cada uno de sus enanos, que no creo hubiesen sido del gusto de un editor de libros candorosos. De esos que nunca tuve, pero que mi abuela paterna sacaba de la biblioteca a la cual estaba abonada. Vaya suerte la mía…
Al otro día salí a comprar cigarrillos y ¡Buenos días! me dijo el que estaba tras el mostrador y ¡Que los tenga usted también! le contesté para ser amable. Y al lado mío había un viejo con cara de cera no derretida, que me miró con desprecio y omitió un ¡Puf! o algo similar. Y salí de allí, con el convencimiento que no podemos caerle bien a todo el mundo. Y que el amor es cuestión de loterías, mientras que el odio, de tiro al blanco.
Cuando llegué de vuelta al departamento Dirce dormía aun. Pero como ella tenia la poco cristiana capacidad de detectar cualquier movimiento a su alrededor, me dijo con voz ronca y somnolienta ¿compraste café? Y le dije que si, que ¡por supuesto! Pero que se me había olvidado lo del periódico matutino, y que lo iría a comprar en menos que canta un gallo (y ¿qué gallo? ¡Si aquí lo único que hay son gallinas! Y están todas congeladas y en presitas muy mononas dentro de envoltorios de plástico.) Me di cuenta entonces, que mi capacidad de improvisar era cada vez más patética y ridícula. Y al comentarlo con Pelle, me dijo que las reflexiones espontaneas no son perversas, sino relatos benignos en los cuales los ignorantes son humanos. Y que los humanos son despiadados, en su lucha por no sucumbir ante lo desconocido. Le dije entonces que no entendía lo que me estaba diciendo, y se quedó callado un rato largo, para luego reconocer que él tampoco sabia a ciencia cierta, qué mierda había querido decir con eso. Y cuando le pregunté si tenia algo de café, me dijo” Hmm….”
Sonó el despertador y di gracias al sonido de sus campanillas minúsculas que me hicieron avivar, dijo Dirce y se estiró como gato en la cama que compartíamos. Ella a un lado y yo al otro. Porque tengo dificultades para despertar, agregó y prendió su primer cigarrillo del día. “No lo sabré yo”, pensé, pero nada dije. Porque al fin y al cabo, ¿para que apresurar los acontecimientos de su silencio rutinario? Si cada vez que a alguien se le ocurre hablar, se me acaban las ganas de repetir que no todo lo que brilla es oro, y que la democracia es un termino más manoseado que los culos de todas las putas del mundo global y sin fronteras.
Guillermo Ortiz-Venegas ®
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