DOMINGO
De mi cadencia, un verso
de su sempiterna potestad,
amor quisiera,
quemar mis endebles travesuras,
desgarrar mis ataduras en la playa,
en la parte dura de la piedra,
dejar las marcas de mi pobre alma.
Todo sacrificio es un llamado,
una anónima protesta,
un revolver la herencia del pasado
la conversación dejada entre comillas
con aquel abuelo que vivía en la cueva.
Permitidme la travesura de una idea,
una noche en castellano, un sueño
el olor a albahaca, tomillo, perejil o ajo,
el canto de la cadena del aljibe,
con su encanto sahara y su noche sin límites.
El mugido de una vaca de los Alpes,
la mística música del cencerro,
rebotando en el fondo de los valles,
animándose a conversar, allá en el cielo,
y una ría que baje de la cima,
con sus hilos de plomo, con su locura de agua,
con su historia de helechos,
cronologías de troncos muertos,
corriendo, corriendo, como el amor
al mar del nuevo tiempo.
Entonces, de mi verbo, un gajo
fruto extraviado en la nostalgia,
noches de aciertos siderales,
donde el verde verde de las aceitunas,
me traen al pensamiento,
que los recuerdos no dejan de ser,
también un arma,
una anotación para el futuro,
un atajo, un mano a la distancia
un repecho que se hace bajada,
cuando empezamos a conversar,
con nuestros muertos.
Silencios de esperas repentinas,
meditaciones afuera de los tiempos,
compases disonantes, extraviados
noches que no tienen voz,
estrellas que no nos ven
si nosotros no las miramos.
Entonces hay que mirar,
la huerta del vecino,
aquel que trabajaba los domingos,
cuando aún no era mi domingo todavía,
y la vuelta entera de la vida se venía,
siempre con muros afueras del jardín,
los muros que la gente se ponía,
de clase, de Berlín, de antipatías
de ingresos, de edades, de conceptos
siempre muros cerrando los domingos.
Un domingo es calle con jardines floridos,
ahí las novias cultivaban el ramillete de la esperanza,
todos las casas tenían un juego de macetas,
llenos de caracoles y geranios,
un corredor de las baldosas flojas,
el muro semicubierto de la esquina,
por una enredadera de otro tiempo,
el cemento de la calle, con pasos olvidados,
un zapato viejo, un basurero
un perro viejo y flaco
como antropólogo de la historia
husmeaba, desde lo recóndito de sus ancestros
las historias viejas de otros perros.
Todavía era un tiempo sin apuro,
el mediodía de la gente con olor a polenta,
la aromática mesa dominguera,
con vino en damajuana, manteles blancos,
cortinas movidas por la brisa,
la abuela ronroneando al compás de los gatos,
un pajarito en una jaula,
el sol reventando en el verano.
Después, siempre un después,
vinieron los domingos desgraciados,
gusto a tango, a cambalache
a hoja mojada del otoño,
domingos de muerte y de tortura,
de música marcial y de uniforme,
de no levantar la vista de la calle,
de no acordarte de tus años, ni tu nombre.
Teníamos miedo, mirábamos la vida con cuidado
contemplábamos los domingos bravos,
esos domingos apurados de los pobres,
de niños sin regreso en la noche del tiempo,
domingos de impotencias, de soledad, de irreverencia
de ira, de rebeldía,
domingos, casi domingos revolucionarios,
ventanas abiertas a las tres de tarde,
radios encendidas, la noticia,
domingos de los pueblos, verdaderos artífices,
de una historia arrimada a los caminos.
Fuimos un domingo feliz, no cabe duda
teníamos todo el tiempo de la infancia,
la confianza de ser en las mañanas,
disfrutar del astro sol sin cuestionarnos,
que domingo era, ni que época del año.
Fueron tantos domingos,
que me quedé esperando,
se fueron pasando las semanas,
se acallaron las luces de los años,
primaveras apurando los veranos,
los muros se fueron derrumbando,
nuevos muros se fueron instaurando,
pero aquellos días de pastas domingueras
todavía me siguen rebotando.
Héctor Díaz.
2011-03-02
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