Reflexiones de Graciela y el otro yo
(Visita también: Héctor Díaz )
Los pequeños dioses hacía mucho tiempo que habían pagado tributo de sangre en alguna barricada sin tiempo. Cualquier barrio era bueno para recomenzar, cualquier ciudad nos ofrecía la escoria humana por la cual abnegadamente, como buenos creyentes depositaríamos nuestra fe en un mundo mejor.
Recomenzar, como la primavera, como el clavo enmohecido que viejo y ruin vuelve a ser clavo, como el amante que agotada su energía vuelve a luchar para reconquistar su juventud perdida.
Graciela renegaba de sí misma, en el doble discurso que la acompañaba no cejaba por juntar los imposibles. Lo objetivo, lo lógico, lo casi científico, naufragaba en las tiranías del cuerpo y a veces del espíritu. El alimento de las fuerzas creadoras, la savia del arte, y el postergado amor al cual siempre había reprimido, porque su subconsciente aún no estaba preparado para animarse a la equivocación. La experiencia no es más que eso, la acumulación de los fracasos, los frustrados intentos cuando nuestros impulsos no son respetados en la medida que nosotros los exigimos.
Luego la historia de siempre, la que nos acompaña cuando preguntamos quienes eran nuestros abuelos, nuestros padres, cuando queremos conocerlos de verdad con sus debilidades y sus aciertos. Cuando queremos saber quienes somos comienza una marcha regresiva. Es el discurso hacia adentro, la discusión con el otro yo que nos acompaña en esta noche, sin haber abonado la entrada. El otro yo tiene sus libertades, difícil de controlar, de ponernos de acuerdo. Como está escondido se extasía en sueños inconfesos. Puede consumir todo lo que le guste sin darle cuentas a nadie y ni siquiera respetarme a mí que soy su mediación viviente.
Cuántas veces digo que no, que no me interesa, cuando mi otro yo se sale de sí mismo produciendo esas contracciones espirituales que luego se manifiestan con dolor de estómago, jaquecas o simplemente manifestado mal humor. Cuando eramos inocentes y aún no conocíamos las libertades del otro yo, nos entregábamos al vuelo de los pequeños dioses, sentíamos una poderosa atracción por esa corriente mesiánica que todo lo arrebata y postergabamos todas las exigencias de este mezquino cuerpo.
Ahora ando buscando el consuelo, el tiempo perdido, o ganado, nunca lo sabré, pero eso sí, el alimento para este cuerpo temporal al cual se le pasó su esplendor.
Hay muchas cosas que no van juntas y otras que no se pueden preveer; la vida a pesar de nuestras planificaciones, en definitiva, dentro de su temporalidad es ingobernable.
Mi abuela que siempre perteneció al doble discurso que me acompaña, me lo explicaba detalladamente. Ser o no ser, postergarse o tomar lo que uno cree que debe o puede tomar. Animarse o usar la estrategia de la espera donde el tiempo no se duerme y los distintos dioses, o fantasmas o diablos o lo que sea te acucian con sus mórbidos deseos. La sensualidad, el sexo, la femenidad o el partido. El sexo o el poder, el sexo como realización o como el brazo largo del aparato represivo del uniforme escondido que cada uno de nosotros llevamos adentro.
La abuela que no era muy erudita, era una liberal de militancia extrema, entendía la religión por la puerta del fondo y hubiera hecho el amor con el cura del pueblo si éste no hubiera padecido la frustación piadosa de un celibato enajenado. Los pequeños dioses hablaban de liberarnos , algunos de ellos eran bien intencionados , bueno, se la tomaban en serio.
Otros eran los oportunistas de siempre, que siempre hechan a perder todo el aperturismo de cambio en cualquier proceso. Pero esa liberación se quedaba en el pasado. Siempre estaba presente la estrategia del poder , mi abuela que observaba mi generación desde su generación, sonreía sin sorna y sin prisa. Ella no hablaba del futuro, era más.
Decía que no existía, que el futuro era el presente, y que el ahora y aquí era la moneda de la realización. Los pequeños dioses nos hablaban de los cambios, y todo apuntaba a la toma del poder, del político por supuesto, puestos que los otros poderes, decía mi abuela eran fuerzas muy secretas, constantes en el tiempo y de una simbología muy confusa.
Angela, que así se llamaba mi abuela, me explicaba con la devoción de los que tienen todo el tiempo del mundo, que vivimos postergándonos en función de una mala utopía. Un lugar eterno donde ibamos a pernoctar con un aburrido dios judío, entre salmos, liras y sin flautas-bacanales, donde las nubes blancas, nos servirían de almohadas y cantos de pájaros paradisíacos serían el alimento de nuestros días. De nuestros días y de los días por venir por los tiempos de los tiempos.
Pensaba que no había ninguna garantía para pensar en hipotético futuro, ya que lo que más se extendía era la guerra, la muerte y el olvido. Los hombres cambian de opiniones muy rápidamente, hoy están con el rey, mañana son republicanos, simpatizan con el dictador de turno y muerto el dictador, se averguenzan de haber gritado a su favor en la plaza pública donde se conmemoraba el cumpleaños del caudillo. El hombre es un animal de costumbre que está más sujeto a sus necesidades biológicas que a sus convencimientos morales.
Graciela naufragando en sus recuerdos, confundía los tiempos, como que las reflexiones no están sujetas a una cronología. En este largo viaje, con su largo doble discurso observó que la nave de su pensamiento no se detenía en ningún puerto, giraba en redondo la circunvalación del planeta, donde el antes y el después se sonreían mutuamente.
Héctor Díaz
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