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reflexiónes desde las cloacas

CABALA

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Cuento para José Luis ¡Joder!

José Luis, se acercó al avión con la idea fija de pisar el primer escalón con el pie derecho. Su cabalismo era endémico y esas ideas se le aparecían de improviso. Odiaba los siete sin saber porqué y a los tres los miraba con cierto recelo. Sin embargo al uno lo contemplaba como un número neutro, no lo consideraba un número impar.  Se salteaba las horas impares y había logrado estos impases, con impíos ejercicios de concentración que le enseñara un tío amante de filosofías orientales. Con las mujeres que tienen casi todo duplicado no le pasaba lo mismo. Le gustaban las rubias cuarentonas y con plata. Por lo menos él lo había reiterado en distintas oportunidades. Creía que subir al avión pisando el primer escalón con el pie derecho era señal de “ buena suerte” . Cuando María Kuisa lo llamó desde París con esa forma de hablar a lo húngaro, el le contestó porque estaba seguro que eran las cuatro de la mañana . Ella le contó que había soñado con él, que había soñado cosas que no se podían comentar ni en  privado ni mucho menos por teléfono. -¡ Joder !, llegó a exclamar José Luis. Ella no lo dejó continuar. - Creo que te quiero ver. Lo que te dije la última vez fue una reacción incontrolada, tu te mostrabas remolón aquella noche  en ese cortijo de mala muerte,  en esa zona de la ciudad de Zaragoza, donde yo me sentía irritada porque el tiempo se me iba y tú te negabas a contemplar mis impulsos .

José Luis en contra de lo previsto pisó el primer escalón de la escalinata con el pie izquierdo. La culpa fue de la azafata,  que lo contemplaba desde la altura de sus sedosos muslos,  con su edad indefinida, sus ojos azules, el uniforme ajustado a una gracia corpórea que hacía época y una sonrisa de representación comercial que violaba todos los códigos del entendimiento. Su subconsciente le hizo perder momentáneamente el control de sí mismo. Le ocurría casi siempre cuando su libido recubierto de romanticismo se extraviaba en la contemplación. La viejita simpática que jadeaba con su bolsito de mano le empujó con esa fuerza de quien está apurado porque tiene menos tiempo para vivir o porque no puede contener sus movimientos. José Luis giró suavemente la cabeza, simultáneo que la azafata se apresuraba a ayudar a la anciana. Instintivamente José Luis tomó el bolso de la señora con una amabilidad desconocida en él y cediendo lugar permitió que la señora ascendiera primero. La azafata que se había aproximado quiso tomar el bolso de la señora y José Luis sintió como la mano de ella le transmitía una energia térmica que le produjo un estado de timidez y excitación al mismo tiempo que puso en alerta a todas las neuronas de su entendedera. La azafata siempre sonriendo ayudó a la anciana en el ascenso. De reverso el espetáculo era maravilloso. Anonadado en ese magnetismo de formas y contorneadas carnes, que dejaban vislumbrar una sensualidad madura, sin un solo descuido provocativo, José Luis se dejó llevar por las circunstancias y aspiró ese endiosado perfume que había extraviado sus sentidos. Cuando asentó sus posaderas en el asiento número treinta y ocho retomó una especie de apariencia de señor que tenía civilizado al otro yo que le hostigaba el espíritu. La azafata dejó posar sus pozos azules desapercibidamente en el ya extraviado José Luis que intentaba esconderse detrás de una novela titulada “ Historia de dos Mujeres ”. Abrió la página indicada por la tirita dorada y leyó con toda la concentración que pudo.

  

“En el año 1492 Jacobo, consecuente con la tradición judía esperó el advenimiento de la primera estrella. Tenía preparado el pan sin sal, el mismo que Moisés y sus seguidores habían amasado en la víspera del viaje hacia el Sinaí en búsqueda de la tierra prometida. Como mal converso y buen  marrano se sabía de memoria extensas partes del Talmud. Esa noche no esperó a ninguno de sus vecinos y en el primer ocultamiento de la luna detrás de los negros nubarrones,  Jacobo se deslizó subrepticiamente por la puerta trasera de su vivienda que lo conduciría hacia la lejana tierra de Cádiz. A Jacobo le dolía Sara, sabía que le iba a doler todo el viaje, sabía que le dolería a donde los barcos de Cristofes lo llevaran. Sabía que le dolería hasta el último día de su existencia. Todo había sido estrictamente planeado por el patriarca zarogozano que gozaba temporariamente del beneplácito del reino. Jacobo había memorizado todas las indicaciones que en forma de códigos le hicieran llegar sus mayores. Caminaría cuarenta minutos evitando ser visto por los transeuntes y junto al puente viejo del Ebro encontraría una carroza. La contraseña sería: “ dos lunas y un puñal ”, el cochero contestaría: “ cuatro ruedas y un andar ”.  Jacobo subió al carruaje y sorprendido contempló a alguien que ya estaba instalado en el carromato. Los caballos circularon lentamente, aumentando la velocidad en la medida que se alejaban de Zaragoza. La companía de Jacobo tenía el rostro cubierto con un velo sedoso.” 

  Cuando José Luis despegó los ojos del libro, el avión sobrevolaba los Pirineos. El tiempo había desaperecido y la realidad del viaje se confundía con las ideas que se escapaban de la lectura. -¡ Joder!, exclamó José Luis , ya estamos en territorio francés. La azafata con sus abismales ojos azules invitaba con su exhibicionismo corpóreo a informarse lo que se debería de hacer en caso de emergencia.

 Morir juntos pensó maliciosamente José Luis, sobrevivir en uno de estos valles profundos, luego de un pésimo aterrizaje forzoso, quedar incomunicados por las despiadadas inclemencias naturales, refugiarnos en alguna gruta de Altamira, y crear la estrategia de un rescate tardío.

  “El carruaje penetraba en parajes desconocidos para Jacobo, países desconocidos en una península que le costaba todavía ser España. Llegarón a una posada, el carrero estacionó el carruaje en la cuadra y por primera vez la Dama del Velo hizo sentir su voz . A Jacobo le pareció que la voz era como la  suave música que se escapa de una cascada no muy alta, donde las aguas juegan con las mariposas y las retamas  reflejan su amarillo en el espejo del remanso. -Me llamo Rebeca, estoy encomendada a transportarlo a su destino y ayudarle a salvar los peligros que se presenten en nuestro viaje. Tengo una detallada información sobre su forma de ser, por lo tanto le pido colaboración sin reticencias, ajustándose estrictamente a lo que yo le sugiera. Desde este momento usted es mi marido y como tales debemos comportarnos. Esta es la documentación que certifica nuestro matrimonio en forma legal y el objetivo de nuestro viaje es encontrarnos con vuestro padre que temporariamente se encuentra en Cádiz atendiendo los menesteres de la fundición y  fabricación de armas que posee en esa ciudad.

 La oscura noche escondía los detalles, la luna no había reaparecido, ningún destello permitía hacer luz en la curiosidad de Jacobo, que decidió concentrar sus pensamientos en Sara.”

  Un sobresalto distrajo a José Luis de la lectura. La voz del capitan del avión, con su tono profesional,  comunicaba a través del parlante,  que se volaba en zona densamente nublada y con una neblina que entorpecía la visibilidad.-Los pasajeros deben de abrocharse los cinturones de seguridad porque nos encontramos con turbulencias.

 José Luis observó que el rostro de la azafata se había transformado. Sa sonrisa se había convertido en una contraída y dura expresión que reflejaba inquietud. Una violenta vibración sacudió todo el largo corredor de DC 9. La sacudida fue tan fuerte que el personal decidió instintivamente sentarse en los asientos libres. José Luis tuvo la impresión que el avión perdía rápidamente altura, se le ocurrió pensar que podía ser un pozo de aire, pero la sensación de descenso no se interrumpió. Sintió la suave mano de la azafata tomando la suya. Sentada a su lado la mujer había perdido su actitud profesional y se preparaba mentalmente para lo peor. José Luis la dejó hacer. Ese calor espontáneo, inesperado, lo transportó al tiempo de la niñez cuando la hija de los vecinos le lavaba la cabeza, le peinaba y todo aquello se convertía en ese péndulo que va del juego a la caricia. Un último llamado conminaba a apoyar la cabeza en el asiento delantero, José Luis sintió como la mejilla de la azafata buscaba la proteción de su propia mejilla. Hombro a hombro y con la respiración casi al unísono José Luis llegó a pensar que si llegaba a pasar algo, entraría feliz por la puerta grande del paraíso.

 -¡ Joder !, si esto es el fin, bienvenido sea . Alcanzó a pensar en el libro como si tuviera necesidad de ideas inconexas y también sonrió pensando en la desilución que viviría María Kuisa cuando no lo viera llegar al Charles de Gaulle. La mejilla y la sien de la azafata le transmitían una fiebre esperanzadora. Le pareció sentir como que el metal de la nave producía un ruido desconocido y que la noche era más oscura que nunca. Cuando despertó, la azafata todavía estaba a su lado. El silencio era total, y todo era tan inesperado que José Luis no quiso hacer el intento de forzar el momento. El destino tiene ese misterio, nos planeamos grandes cosas y los ingobernables actos de nuestra existencia nos llevan a otros escenarios. Estamos espuestos a la soberbia de los juegos de la tierra, una metafísica de la galaxias que no llegamos a comprender, un juego implacable de los elementos, que nos ponen a prueba y ponen en tensión nuestras neuronas. Giró la cabeza lentamente y la besó en la boca, ella lo dejó hacer, la besó como si hubiera nacido nuevamente. El sintió que ella también lo besaba profundamente, lo besaba desde las otras generaciones, desde el miedo y el agradecimiento, el beso crecía como un compromiso silencioso, como un deseo insoldable de permanecer así una eternidad. José Luis no podía reflexionar, no quería tampoco hacerlo, sentía que no tenía miedo, ninguna angustia lo atormentaba, había crecido un poco más de golpe y había aprendido que cada fin es un comienzo. Algo se movía, la luz de una linterna quebró la oscuridad. Contra su voluntad José Luis siguió los descubrimientos que producía el rayo lumínico. La anciana del paquete había dejado de respirar, el capitán la sacudió suavemente hasta que decidió cerrarle los ojos. Dejó sentir su voz, haciendo reclamo por el personal . Varias voces contestaron al unísono. -Debemos evacuar la nave lo más pronto posible,  manifestó el capitán en forma segura, exigente y casi autoritaria.

Dos azafatas luchaban con una puerta de emergencia; lograda esta operación se descolgó un tobogán inflable que permitió a los primeros pasajeros deslizarse a una hipotética tierra, puesto que la superficie estaba cubierta de nieve. La azafata se separó de José Luis sin una sola palabra, un último cálido apretón de manos fue como una despedida y un agradecimiento.

  -El solitario viaje de los humanos, meditó José Luis, el deseo, los acercamientos, las despedidas, las múltiples formas de decir adios, la muerte fingida, la verdadera muerte.

 

Fue de los últimos en descender, ya no le importaba París, ni el Charles de Gaulle, ni Maria Kuisa, que nunca le importó mucho. Emprendieron juntos, como el eterno rebaño humano, una marcha lenta hacia lo indefinido de la noche oscura. Algunos pasajeros intentaban telefonear a sus familiares con sus celulares . El frío acusiaba, la noche seguía siendo noche, el grupo se apretujaba más y más. Detrás,  el avión tomaba fuego, en él quedaban entre otros muchos enceres el cuerpo de la anciana del bolcito y el libro con la historia de Jacobo, Sara y la Dama del Velo. Delante, la noche, los reflejos del incendio que se iban haciendo más leves en la medida que el compacto grupo se distanciaba de la nave, lo imprevisto y el AMOR.

  

Héctor Díaz   

2007-12-18

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