Cavilaciones meditabundas
Una pelusa de polvo ilumina mi obscuro gabán de invierno y cuando la soplo, pienso en ti. En tu figura exquisita. En tu olor a hembra primitiva de poros abiertos y mañanas sin adiós. De cilantro y tomates jugosos. De susurros encantados que salen de tu voz deliciosa. Recuerdo tu piel sin nieve y mucho sol, por la que recorría mi lengua insaciable buscando el gusto mismo de la Creación.
Porqué? Me pregunto. Porqué he de imaginar tu maravillosa estatua tallada por ríos y vientos en vez de tenerte entre mis brazos, acariciando el huracán de tu pelo fascinante, sin cauces que lo detengan?
La última vez que abofeteé mis angustias para sacármelas de encima, fue pensando en ti. Y levantando la bandera inodora con tu nombre impreso allí, cargué contra mis enemigos con la misma furia del que sabe que va a morir en su intento libertario, de poner freno a la demencia del siglo XXI y sus antecesores.
Y fue cuando el deambulo de la ciudad se detuvo ( pues se te ocurrió recorrer sus calles solo con lo que tu madre te heredó cuando naciste. Y hasta los policías que te fueron a buscar, se quedaron impresionados por lo que estaban viendo con sus ojos.) que me di cuenta que la sincronización de mi marcapasos aumentaba su frecuencia cada vez que sonaba mi celular, y que mientras el ritmo de mi aurícula sinistra era como el batir salvajes de congas africanas, el ventrículo izquierdo danzaba un vals vienés sin ninguna comunicación con su aliado cardíaco.
Ahora estoy rompiendo las olas solo. Porque nunca me dijeron que los faroles de mi infancia que todavía alumbran senderos por los que pisan mis huellas, se iban a apagar antes que los ecos de mi sombra invisible de cenit inmutable, y dejaran de palpar la superficie del sueño sin parpados que dejó el recuerdo de tu presencia en mi vida.
Y cada vez que una ola cargada de sal y agua choca contra mi pecho en el Mediterráneo, me acuerdo cuando cantando juntos, entrabamos al Pacifico cobrizos de calor y salíamos azulados de frio a secarnos en su arena rubia, tiritando los dientes con gusto a salmuera en nuestras bocas agitadas. Ese océano amplio que amo y odio más que al Atlántico, cada vez que tengo que atravesarlo en el vientre inaudito de pájaros metálicos, para llegar de nuevo a la pesadilla de un pasado que, como morral, cargo sin poder sacármelo de encima.
El gato duerme enrollado entre los huesos de su cuerpo acrobático, y lo envido. Un jazz rompe el silencio de la soledad que me rodea, y lo bendigo. Veo el perfil de tu cara hermosa y concluyo que a tu lado, puedo hasta acceder a ser infinito.
Guillermo Ortiz-Venegas ®
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