ERA UN BUEN DIA VIERNES ...
Es viernes. Ultimo viernes de febrero y de las vacaciones de verano. Ultimo fin de semana para regresar al hogar, descansar y ordenar todo para comenzar marzo. Los noticieros repetirán las mismas noticias de todos los años. Pero no, la madrugada del sábado 27 de febrero, interrumpió la rutina social, laboral y psicológica.
Tres de la madrugada con treinta y cuatro minutos.
La tierra, la casa donde habitamos gimió leve, mientras la luna estaba casi llena. Primero fue un pequeño gemido acercándose. Se corta la luz. La tierra, con permiso o sin permiso de los dioses, bosteza en forma prolongada despertando al océano. De pronto la tierra, pasa sobre las paredes de nuestro hogar, sobre calles, plazas, iglesias, oficinas, centros comerciales. Pasa como novia huyendo del mar, y el mar la sigue arrasando con los hogares de la costa de este enjuto país llamado Chile.
El gemido y bostezo de la tierra es acompañado por loza y vidrios que se quiebran, paredes, postes de luz y estatuas que se derrumban, mientras los corazones palpitando fuerte, esperan, esperan, esperan por dos minutos y medio, esperan que lo inimaginable pase. Y pasa. Y pasan las olas ahogando gritos y separando las manos unidas.
Tres de la madrugada con treinta y seis minutos y treinta segundos.
Aturdidos, nos reconocemos vivos, sin saber aún, que somos sobrevivientes. Llamamos, pero teléfonos y celulares no funcionan. Somos náufragos de una ciudad caída. Algunos, recogemos lo caído. Otros, buscan a sus seres amados, mientras la luna casi llena, alumbra lo inimaginable.
Amanece, los primeros rayos del sol permiten ver lo que tan sólo se oía. Todo está bajo nuestros pies, pueblos y ciudades yacen bajo nuestros pies, pero en forma de escombros.
Continuamos aturdidos. Se respira en forma lenta y a veces apresurada, juntamos agua, juntamos agua. No hay más agua, y el hambre con los nervios, desaparece y se pierde como la rutina del último viernes de febrero.
Todo cambia. Todo cambió. Lo inimaginable, es realidad. Despertamos sin dormir con una luz en las pupilas que irradia tristeza y humildad. De pronto, saludamos al desconocido que nos mira. De pronto miramos y reconocemos al otro, como un ser humano que ha pasado lo mismo o algo peor que nosotros. De pronto somos todos iguales y nos necesitamos.
Caminamos por las calles que ya no tienen el ruido de antes, no existe el ruido, no existe la sonrisa, ni siquiera sonreímos porque estamos vivos. El dolor por la tragedia supera cualquier sonrisa y nos unimos al dolor del otro que perdió a un ser amado y al sobreviviente que lo perdió todo. Como nunca el pueblo, la ciudad, el país, se transforma en manos que ayudan a sacar escombros, a secar lágrimas, a llevar alimento, a llevar agua. A llevar agua.
Somos huérfanos de un país donde gobierno ni credos religiosos pueden dar certeza de tranquilidad. Somos una pequeña isla frágil y dolorosa como Haití y Etiopía. Un lugar, como cualquier lugar del mundo, que recibe la bofetada, sin que ciencia, religión ni estado puedan detener la mano dura de la naturaleza.
A siete días del viernes pasado, la tristeza aumenta y se detiene. Quizás nos estamos levantando, quizás continuemos saludando al otro sobreviviente. La única certeza es que todo ha cambiado, que ya no somos lo mismo de antes y que debemos reconstruirnos a pesar de la mano empuñada que mantiene la naturaleza sobre nuestras vidas.
Profeta de Bares, Silvia Rodríguez Bravo
http://profetabar.blogspot.com
Martes 9 de Marzo de 2010
Tres de la madrugada con treinta y cuatro minutos.
La tierra, la casa donde habitamos gimió leve, mientras la luna estaba casi llena. Primero fue un pequeño gemido acercándose. Se corta la luz. La tierra, con permiso o sin permiso de los dioses, bosteza en forma prolongada despertando al océano. De pronto la tierra, pasa sobre las paredes de nuestro hogar, sobre calles, plazas, iglesias, oficinas, centros comerciales. Pasa como novia huyendo del mar, y el mar la sigue arrasando con los hogares de la costa de este enjuto país llamado Chile.
El gemido y bostezo de la tierra es acompañado por loza y vidrios que se quiebran, paredes, postes de luz y estatuas que se derrumban, mientras los corazones palpitando fuerte, esperan, esperan, esperan por dos minutos y medio, esperan que lo inimaginable pase. Y pasa. Y pasan las olas ahogando gritos y separando las manos unidas.
Tres de la madrugada con treinta y seis minutos y treinta segundos.
Aturdidos, nos reconocemos vivos, sin saber aún, que somos sobrevivientes. Llamamos, pero teléfonos y celulares no funcionan. Somos náufragos de una ciudad caída. Algunos, recogemos lo caído. Otros, buscan a sus seres amados, mientras la luna casi llena, alumbra lo inimaginable.
Amanece, los primeros rayos del sol permiten ver lo que tan sólo se oía. Todo está bajo nuestros pies, pueblos y ciudades yacen bajo nuestros pies, pero en forma de escombros.
Continuamos aturdidos. Se respira en forma lenta y a veces apresurada, juntamos agua, juntamos agua. No hay más agua, y el hambre con los nervios, desaparece y se pierde como la rutina del último viernes de febrero.
Todo cambia. Todo cambió. Lo inimaginable, es realidad. Despertamos sin dormir con una luz en las pupilas que irradia tristeza y humildad. De pronto, saludamos al desconocido que nos mira. De pronto miramos y reconocemos al otro, como un ser humano que ha pasado lo mismo o algo peor que nosotros. De pronto somos todos iguales y nos necesitamos.
Caminamos por las calles que ya no tienen el ruido de antes, no existe el ruido, no existe la sonrisa, ni siquiera sonreímos porque estamos vivos. El dolor por la tragedia supera cualquier sonrisa y nos unimos al dolor del otro que perdió a un ser amado y al sobreviviente que lo perdió todo. Como nunca el pueblo, la ciudad, el país, se transforma en manos que ayudan a sacar escombros, a secar lágrimas, a llevar alimento, a llevar agua. A llevar agua.
Somos huérfanos de un país donde gobierno ni credos religiosos pueden dar certeza de tranquilidad. Somos una pequeña isla frágil y dolorosa como Haití y Etiopía. Un lugar, como cualquier lugar del mundo, que recibe la bofetada, sin que ciencia, religión ni estado puedan detener la mano dura de la naturaleza.
A siete días del viernes pasado, la tristeza aumenta y se detiene. Quizás nos estamos levantando, quizás continuemos saludando al otro sobreviviente. La única certeza es que todo ha cambiado, que ya no somos lo mismo de antes y que debemos reconstruirnos a pesar de la mano empuñada que mantiene la naturaleza sobre nuestras vidas.
Profeta de Bares, Silvia Rodríguez Bravo
http://profetabar.blogspot.com
Martes 9 de Marzo de 2010
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