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reflexiónes desde las cloacas

Mariza

Mariza

A veces alcanza con poner distancia o tiempo por medio para darle nacimiento y vida a un secreto.
Así meditaba casi al final de su existencia Don Signola. Cuando niño se fue aquerenciando con su pago de tal forma, que ni el tiempo ni la distancia lo pudieron borronear. Al contrario, cuanto mas lejos en distancia y tiempo, mas lindos eran estos ; las casas mejor pintadas, las mozas, las anécdotas y la risas de la época de niño mas pura y espontáneas que nunca.
Ahora en viaje de regreso a su pago natal recordaba con alegría su primera novia.

El primer amor de niño cuando todavía no se sabe que hacer y todo se da en ese mundo maravilloso de las esperas y las cartitas.
Signola había tenido un amigo, de esa amistad que se traba en los bancos de la escuela; era el último curso y los muchachos por entrar o entrando en la adolescencia. En ese mismo curso estaba Mariza. Mariza ya estaba desarrollada y con unas piernas de esas que uno no se olvida nunca mas. Mariza vivía frente por frente a la que era la casa de mis padres. Desde muy chiquitos nos fuímos descubriendo en la medida que descubríamos el mundo. Ella vivía en mi casa y yo en la casa de ella como si la calle por medio fuera un impedimento muy transitorio. Mis padres la encontraban en la casa a cualquier hora y si me necesitaban y yo no estaba a mano cruzaban la calle porque sabían que estaba en la casa de Mariza. Muchas siestas en los tórridos veranos de mi pueblo inventabamos aventuras dónde Abracadabra, un negro imaginario, nos traía limonada para saciar la inextinguible curiosidad de saber, que teníamos.

Lo cierto es que este amigo del sexto del cual ya no me acuerdo ni del nombre me contó del tremendo deseo que tenía de “ arrimarle el ala a la Mariza “.
Y no se le ocurrió nada mejor y en nombre de la amistad que agarrarme de cartero. Cartitas de amor que quemaban en aquel verano de 42 grados a la sombra. La Mariza que ya había despertado a la vida y que andaba deseando que yo despertara hacía todo lo posible para que yo madurara. Naturalmente de todo esto me fuí dando cuenta mas tarde, cuando los años se habían pasado y Mariza también. Las cartitas se fueron amontonando sin ser abiertas.

La Mariza hacía cosas que a mí ya no me interesaban, se arreglaba el cabello, le había venido la manía de los vestidos nuevos, y en su mirar se iba dibujando una inquietud que yo desconocía. Un día al regreso de la escuela y después de almorzar, leal con mi amigo, crucé la calle con la intención de entregar una carta mas de las que acababan sin abrir en el armario. Posiblemente para ser abiertas años mas tarde y descubrir que por no haber sido abiertas a tiempo se había fustrado algún posible poeta. Lo cierto que como siempre entré al dormitorio de Mariza, cosa que hacía del tiempo que me conozco, y ahí estaba ella, desnuda, con los brazos estirados, y apretándose los labios con los dientes.
Exhorto y sin tiempo a pensar frente al imprevisto no atiné a nada, ella tomó la iniciativa, me empujó hacia su cama y me dijo que hacía tiempo que venía meditando sobre esta nueva forma de jugar, que la dejara hacer y que yo esperase. Jugó al caballito todo lo que quiso, pero cuando intentó quitarme la ropa me resistí, de tal forma que gritamos, peleamos, hasta que hizo presencia la madre de Mariza. Yo me fuí muy enfadado para mi casa con la impresión que la vida iba cambiando. El tiempo pasó, nuestra relación de años se fue enfriando, nosotros nos mudamos para la capital. Recuerdo que el día que nos mudamos Mariza no vino a despedirnos, cuando desde la calle ya rumbo a la estación miré la ventana de su cuarto ví su carita aún de niña bañada en lágrimas.

El tiempo paso, me olvidé de Mariza y de la infancia, me hice hombre y mil aventuras me llevaron de la mano en una ciudad donde lo nuevo venía a diario.
Trabajo, cambiar el mundo, el sindicato, una novia, el casamiento, el primer hijo, el segundo, las preocupaciones y una vida que empezaba a repetirse año trás año. Así llegué a viejo, fuí amado y amé, viví mi tiempo y aveces lo malgasté, vaya uno a saber. Ahora regreso a mi pueblo quizás por última vez,
el pueblo está cambiado, busco la casa que alguna vez fuera de mis padres, no estoy seguro, las fachadas están remodeladas, otras casas nuevas me desorientan.

Pero tengo el convencimiento de que era aquí, me dirijo a una mujer tan vieja como yo y le pregunto si ella hace tiempo que vive en esta cuadra. La mujer al mirarme pega un grito, se le enciende la mirada, abre los brazos y me abraza.
Mi primer y último amor; Mariza me estaba esperando para ayudarme a ser hombre.

Héctor Díaz

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